jueves, 3 de marzo de 2016

La entrevista de la discordia (1927)


Quienes hemos leído a Freud, reconocemos su estilo y forma para expresar sus ideas. Después de presentar los antecedentes y avalado por dos autoridades como Jones y Strachey, mi intuición me dice que la entrevista es verídica. Sin duda tiene la semblanza y la templanza que definen al creador del psicoanálisis y más cuando se refiere a temas sustanciales como la existencia humana, la vida y la trascendencia del alma. Habla como si estuviera escribiendo. Así empieza la interview:  
 
 S. Freud: Setenta años me enseñaron a aceptar la vida con serena humildad.          

Quien habla es el profesor Sigmund Freud, el gran explorador del alma. El escenario de nuestra conversación fue en su casa de verano en Semmering, una montaña de los alpes austríacos. Yo había visto el país del psicoanalisis por última vez en su modesta casa de la capital austríaca. Los pocos años transcurridos entre mi última visita y la actual, multiplicaron las arrugas de su frente. Intensificaron la palidez de sabio. Su rostro estaba tenso, como si sintiese dolor. Su mente estaba alerta, su espíritu firme, su cortesía impecable como siempre, pero un ligero impedimento en su habla me perturbó. Parece que un tumor maligno en el maxilar superior tuvo que ser operado. Desde entonces Freud usa una prótesis, lo cual es una constante irritación para él. 

S. Freud: Detesto mi maxilar mecánico, porque la lucha con este aparato me consume mucha energía preciosa. Pero prefiero esto a no tener ningún maxilar. Aún así prefiero la existencia a la extinción. Tal vez los dioses sean gentiles con nosotros, tornandonos la vida más  desagradable a medida que envejecemos. Por fin, la muerte nos parece menos intolerable que los fardos que cargamos. 
(Freud se rehúsa a admitir que el destino le reserva algo especial).

S. Freud: ¿Por qué (dice calmamente) debería yo esperar un tratamiento especial? La vejez, con sus arrugas, llega para todos. Yo no me revelo contra el orden universal. Finalmente, después de setenta años, tuve lo bastante para comer. Aprecié muchas cosas -en compañía de mi mujer, mis hijos- el calor del sol. Observé las plantas que crecen en primavera. De vez en cuando tuve una mano amiga para apretar. En otra ocasión encontré un ser humano que casi me comprendió. ¿Qué más puedo querer?

George Sylvester Viereck: El señor tiene una fama. Su obra prima influye en la literatura de cada país. Los hombres miran la vida y a sí mismos con otros ojos, por causa de este señor. Recientemente, en el septuagésimo aniversario, el mundo se unió para homenajearlo, con excepción de su propia universidad. 
 
S. Freud: Si la Universidad de Viena me demostrase reconocimiento, me sentiría incómodo. No hay razón en aceptarme a mi o a mi obra porque tengo setenta años. Yo no atribuyo importancia insensata a los decimales. La fama llega cuando morimos y, francamente, lo que ven después no me interesa. No aspiro a la gloria póstuma. Mi virtud no es la modestia. 
 
George Sylvester Viereck: ¿No significa nada el hecho de que su nombre va a perdurar?
 
S. Freud: Absolutamente nada, es lo mismo que perdure o que nada sea cierto. Estoy más bien preocupado por el destino de mis hijos. Espero que sus vidas no sean difíciles. No puedo ayudarlos mucho. La guerra practicamente liquidó mis posesiones, lo que había adquirido durante mi vida. Pero me puedo dar por satisfecho. El trabajo es mi fortuna.
 
(Estábamos subiendo y descendiendo una pequeña elevación de tierra en el jardín de su casa. Freud acarició tiernamente un arbusto que florecía). 
 
S. Freud: Estoy mucho más interesado en este capullo de lo que me pueda acontecer después de estar muerto.  

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