Uno de los objetivos de este blog es dar a conocer escritos menos conocidos del creador del psicoanálisis. Pues bien, éste es uno de aquellos. Este discurso fue leído en nombre de Freud ante la Sociedad B'nai B'rith (Hijos del Pacto). Esta es una entidad cultural y de beneficencia formada por judíos. Freud se integró a ella en 1895 y comenzó a asistir de forma periódica a las reuniones.
Con motivo de su cumpleaños número setenta, se hizo un homenaje a su persona. El escrito denota un afecto hacia la Sociedad y sus integrantes. Plantea que fueron su primer auditorio cuando estaba dando forma a su teoría y que se convirtieron en buena compañía en momentos en que se encontraba solo. El texto es el siguiente:
Estimadísimo Gran Presidente, dignos Presidentes, amados hermanos:
Les agradezco los honores que me han tributado hoy.
Ustedes conocen la razón por la cual no puedo responderles
con el timbre de mi propia voz. Han escuchado disertar a
uno de mis amigos y discípulos sobre mi trabajo científico,
pero el juicio sobre estas cosas es difícil y acaso durante
mucho tiempo no se lo pueda formular con certeza. Permítanme agregar algo a lo dicho por otro que es también mi
amigo y mi solícito médico. Querría comunicarles brevemente cómo me hice B.B., y qué he buscado entre ustedes.
En los años que siguieron a 1895 ocurrió que dos fuertes
impresiones se conjugaron en mí para producir un mismo
efecto. Por una parte, había obtenido las primeras intelecciones en las profundidades de la vida pulsional humana,
viendo muchas cosas que desencantaban y hasta podían
asustarlo a uno al comienzo; por otra parte, la comunicación
de mis desagradables hallazgos me hizo perder casi todas
mis relaciones humanas de entonces; me sentí como despreciado y evitado por todos. En esa soledad despertó en mí la
añoranza de un círculo de hombres de multifacética cultura
y elevadas miras, que me acogieran amistosamente a pesar
de mi temeridad. La Sociedad de ustedes se me indicó como
el lugar donde los hallaría.
Que fueran ustedes judíos no podía sino resultarme deseable, pues yo mismo lo era, y siempre me pareció no sólo
indigno, sino un craso disparate desmentirlo. Lo que me
ataba al judaísmo no era ni la fe ni el orgullo nacional; en
efecto, siempre permanecí incrédulo y fui educado sin religión, aunque no sin respeto por los reclamos llamados
«éticos» de la cultura humana. Y no bien sentí la inclinación
hacia un sentimiento de exaltación nacional, me empeñé en
sofocarlo por funesto e injusto, asustado por los ejemplos,
que nos sirven de advertencia, de los pueblos bajo los cuales
vivimos los judíos. Pero restaban sobradas cosas que volvían
irresistible la atracción del judaísmo y de los judíos, muchos
poderes de oscuro sentimiento, tanto más imperiosos cuanto menos admitían ser capturados con palabras, así como la
clara conciencia de la identidad íntima, de la familiaridad en
una misma construcción anímica. Y a esto se sumó pronto
la intelección de que debía precisamente a mi naturaleza
judía las dos cualidades que se me habían vuelto indispensables en el difícil sendero que la vida me deparaba. Porque
era judío me hallaba libre de muchos prejuicios que limitaban a los otros en el uso de su intelecto, y como judío
estaba preparado para pasar a la oposición y renunciar a la
aquiescencia de la «compacta mayoría».^
Así me convertí en uno de los suyos, participé en sus
intereses humanitarios y nacionales, gané amigos entre ustedes y moví a los pocos amigos que me restaban a ingresar
en nuestra Sociedad. En ningún momento el propósito fue
convencerlos de mis nuevas doctrinas, pero en una época
en que nadie me escuchaba en Europa y ni siquiera en Viena
tenía yo discípulos, ustedes me dispensaron una benévola
atención. Fueron mi primer auditorio.
Durante unos dos tercios del largo período trascurrido
desde mi ingreso, me mantuve escrupulosamente junto a
ustedes y gocé del aliciente y los estímulos que brotaban
de su trato. Hoy han tenido la amabilidad de no reprocharme
que en el último tercio me haya mantenido apartado. El
trabajo me había desbordado, exigencias provenientes de él
me abrumaban, mi jornada ya no soportó prolongarse con
la asistencia a las sesiones, y pronto tampoco mi cuerpo
aguantó el retraso en la comida. Por último, se sumaron los
años en que estuve enfermo, condición que también hoy me
impide aparecer ante ustedes.
No sé si he sido un buen B.B. en el sentido en que ustedes
lo entienden. Casi lo pondría en duda; fueron demasiadas las
condiciones particulares que plasmaron mi caso. Pero sí me
es lícito asegurarles que ustedes significaron mucho para mí
y me brindaron mucho durante los años en que asistí a sus
reuniones. Reciban, pues, por lo de entonces y lo de hoy, mi
cálido agradecimiento.
Suyo en W. B. y E.'
Sigmund Freud
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