sábado, 8 de agosto de 2015

Un trastorno de la memoria en la Acrópolis (1936)




Estimado amigo:
Me insistían para que escribiese alguna cosa como contribución al festejo de su setenta aniversario, y durante largo tiempo me empeñé en hallar un asunto que fuera en algún sentido digno de usted y pudiera expresar mi admiración por su amor a la verdad, su coraje público, su humanitarismo y solicitud hacia el prójimo, o que testimoniara mi agradecimiento al literato que me ha regalado tantos momentos de goce y exaltación. Más en vano; soy diez años mayor que usted, mi producción languidece. Lo que en definitiva le ofrezco es el don de alguien empobrecido que «ha visto antaño días mejores».

Usted sabe que mi trabajo científico se había fijado la meta de esclarecer fenómenos inusuales, anormales, patológicos, de la vida anímica; esto es, reconducirlos a las fuerzas psíquicas eficaces tras ellos y poner de manifiesto los mecanismos actuantes. Primero lo ensayé en mi propia persona, luego en otros y, por fin, mediante una osada intromisión, en el género humano como un todo. Uno de esos fenómenos, que vivencié hace ya una generación, en 1904, y nunca había podido comprender, afloró en mi recuerdo una y otra vez durante los últimos años[1]. Al comienzo no supe por qué; finalmente me decidí a analizar esa pequeña vivencia, y aquí le comunico el resultado de ese estudio. Desde luego, debo pedirle para las referencias sobre mi vida personal mayor atención que la que en otro caso merecerían.

S. Freud

El escrito titulado Carta abierta a Romain Rolland. Una perturbación del recuerdo en la Acrópolis de 1936 es una de las muchas cartas que escribió el creador del psicoanálisis. Se trata de un Freud maduro que saluda con afecto en su septuagésimo aniversario al escritor francés Romain Rolland. El escrito es breve y muy singular.
Freud aprovecha la oportunidad para compartir una experiencia personal ocurrida treinta años antes. Es extraño que en el marco de un saludo de cumpleaños, Freud se haya dado el tiempo para describir algo ocurrido hace tantos años pero que ha aflorado “una y otra vez” en su memoria de los últimos años. No conocemos el contexto de la relación de Freud con este escritor bastante desconocido (al igual que Wilhelm Jensen, el autor de Gradiva). Si el creador del psicoanálisis opta por describir esta “pequeña vivencia” acontecida hace tantos años a su amigo, es de suponer que espera su opinión. Lamentablemente no disponemos de la respuesta del escritor.
 
Quiero comentar esta carta porque me parece que tiene algunos elementos en común con el estudio de Gradiva que he analizado en las últimas entradas. Primero tenemos que ambos trabajos tienen su origen en el contexto de una relación con un poeta (La Gradiva con Jensen y la Acrópolis con Rolland). En segundo lugar, la experiencia de Freud acontece el año 1904, mismo año de la publicación del cuento Gradiva,  una fantasía pompeyana. Tercero; el escenario se relaciona en ambos casos con ruinas de alto contenido histórico: la una Pompeya y la otra la Acrópolis de Atenas. Por último tenemos que en ambos estudios Freud utiliza una experiencia personal para explicar algunos fenómenos de la actividad psíquica del neurótico. En Gradiva lo hizo con el delirio y los sueños, y esta vez con la despersonalización y la escisión de la personalidad.

La anécdota es la siguiente:
 
“La tarde de nuestra llegada, estaba yo sobre la Acrópolis y abarcaba con mi vista el paisaje cuando de pronto me acudió este asombroso pensamiento: «¡¿Entonces todo esto existe efectivamente tal como lo aprendimos en la escuela?!». Descrito con mayor exactitud: la persona que formuló la proferencia se separó, de manera más notable y tajante que de ordinario, de otra que percibió esa proferencia, y ambas se asombraron, si bien no de lo mismo.”
 
Freud había hecho este viaje junto a su hermano menor primero a Trieste y desde ahí a Atenas. La idea original era pasar desde Trieste a la isla de Corfú. Cuando comentan a un locatario de Trieste sus intenciones, éste les dice que esa isla es tremendamente calurosa y que no es un destino tan atractivo. Les recomienda ir a Atenas. Esta sugerencia provoca enojo y desconcierto en Freud y su hermano. Esa tarde en Trieste barajan la propuesta con incomodidad y algunas dudas. Sin embargo, cuando se abre la boletería para comprar los pasajes a Atenas, ambos se dirigen sin mayores cuestionamientos y compran dos boletos. La compra fue totalmente impulsiva y ayudó a borrar la tarde algo desagradable de Trieste. Este viaje a Atenas es similar al viaje de Norberto Hanold (de Gradiva) a Roma y luego a Pompeya. La decisión es espontánea y sin una justificación racional. Esto sin duda inquieta el espíritu de un hombre de ciencia como Freud y también del personaje literario Norberto Hanold. Son dos ejemplos claros de que la actividad psíquica del hombre normal también se ve envestida por ráfagas de pasión injustificadas.      
Pienso escribir una segunda entrada para analizar este escrito porque tiene muchas aristas y mucho que comentar. Por ahora diré que el pensamiento «¡¿Entonces todo esto existe efectivamente tal como lo aprendimos en la escuela?!» -escrito con signos de exclamación y de interrogación a la vez-, desencadena una sensación de extrañamiento en Freud que persiste incluso luego de transcurridos treinta años. El pensamiento provoca una escisión de la personalidad; la una descree de lo que le entregan los órganos de los sentidos: la Acrópolis ateniense en toda su extensión; y la otra se impresiona porque la existencia de las ruinas sea puesta en duda por la otra parte. Para ser más esquemático la escisión es la siguiente:
 
A: ¿Entonces todo esto existe? Lo veo y no lo creo.
B: Pero, ¿cómo se puede poner en duda la existencia de la Acrópolis?
 
La parte A hace el enunciado y se responde dudando de lo que ve. La parte B se sorprende porque la parte A dudó por un segundo  de la existencia de la Acrópolis ateniense.
 
Descarga el escrito de Freud aquí  



 

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