Hablar del libro DEMONIO Y PSIQUIATRÍA del Dr. Roa es hablar
de Carmen Marín, también conocida como “la endemoniada de Santiago”. Más de la
mitad del libro es dedicada a la compilación de todos los informes rendidos por
facultativos y sacerdotes acerca de esta muchacha de dieciocho años y aquejada
de una extraña enfermedad. ¿Un caso de posesión? ¿De epilepsia? ¿De histeria?
El debate busca echar luces sobre un caso que conmocionó a la psiquiatría
chilena de mediados del siglo XIX. Reproduzco parte de la nota de los editores
a la presentación formal del caso:
“Constantes en el propósito de hacer de nuestro
establecimiento un vehículo para la comunicación de las luces de ambos mundos y
creyendo servir a los amantes de las ciencias y de la literatura chilena, hemos
compilado en este librito todos los informes rendidos ex profeso al Ilustrísimo
y Reverendísimo Sr. Arzobispo de esta República, con el objeto de dilucidar, de
un modo científico, el caso raro, sin igual en Chile, observado en la joven
Carmen Marín, a quien se la conoce tradicionalmente con el calificativo de
endemoniada”. (p. 135)
Nacida en Valparaíso en 1838 Carmen Marín fue una joven que
estaba al cuidado de una tía. Asistió a un colegio de monjas y por esa época
habría sufrido su primer ataque. La acusaron de loca, de fingir y la
discriminaron. Luego ingresó al antiguo hospicio de la calle Portugal para
hacer los votos y a los seis meses nuevamente se presentan los ataques. En el
libro se describen así:
“Varias personas dicen haber presenciado cosas muy raras que
esta muchacha hacía durante el acceso. Las mismas hermanas de caridad refieren
varias pruebas que ellas hicieron durante el tiempo que permaneció en el
hospital y que han continuado después en el hospicio a donde pasó abandonada ya
de los médicos como incurable; como haberle, repetidas veces cuando estaba en
el furor y pedía de beber, pasado un vaso de agua bendita sin podérselo hacer
tomar; pasarle después otro con agua natural y al momento tomarla; ponerle a
escondidas una gota de agua bendita en una cucharada de jarabe y rehusarla;
pasarle en seguida una cucharada de jarabe solo y al instante tomarla; en otra
ocasión quebrar el vaso en que le daban la bebida y tragarse los pedazos; en
otra ponerle una brasa de fuego en la mano y después de tenerla largo rato
encendida, apagarla tirándola hecha carbón, e infinitas otras que no entran en
mi propósito referir aquí”. (p. 184)
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