sábado, 5 de abril de 2014

Comunicación en la Casa Goethe, Frankfort



Anna, hija de Freud

Freud no asistió a recibir el Premio Goethe por razones de salud. En su reemplazo fue su hija Anna, quien leyó un manuscrito redactado por su padre. Este es el manuscrito:      

La obra de mi vida ha estado orientada hacia un único objetivo. Habiendo observado los trastornos más sutiles de la función psíquica en el ser sano y en el enfermo, quise determinar -o, si ustedes lo prefieren, adivinar-, partiendo de tales signos, cómo está estructurado el aparato que sirve a esas funciones y qué fuerzas confluyen o divergen en él. Todo lo que nosotros -yo, mis amigos y colaboradores- pudimos aprender siguiendo ese camino nos pareció importante y significativo para construir una psicología que permitiera comprender, como partes de un mismo suceder natural, los procesos normales tanto como los patológicos. De ese confinamiento a una sola tarea me arranca ahora la distinción que tan sorprendentemente me ha sido conferida. El invocar la figura de ese gran hombre universal que en esta casa nació, que en estos ámbitos vivió su niñez, nos conmina a justificarnos en cierto modo ante él, nos plantea la pregunta de cómo habría reaccionado él si su mirada, atenta a todas las innovaciones de la ciencia, hubiese caído también sobre el psicoanálisis. Por la universalidad de su espíritu, Goethe se aproxima a Leonardo de Vinci, el maestro del Renacimiento, que, como él, era artista e investigador a la vez. Mas las personalidades humanas nunca pueden repetirse; tampoco entre estos dos grandes de la Humanidad faltan profundas discrepancias. En la naturaleza de Leonardo, el investigador no congeniaba con el artista, lo molestaba y quizá haya llegado a ahogarlo finalmente. En la vida de Goethe, ambas personalidades pudieron coexistir, sustituyéndose periódicamente en el predominio. Es lícito relacionar la disarmonía de Leonardo con cierta inhibición evolutiva que sustrajo a su interés todo lo erótico y, con ello, todo lo psicológico. En este respecto, evidentemente, la naturaleza de Goethe pudo desplegarse con más amplia libertad.


Yo creo que Goethe no habría rechazado el psicoanálisis con ánimo hostil como muchos de nuestros coetáneos lo hacen. En algunos sentidos él mismo llegó a aproximársele, pudo reconocer por su propia intuición buena parte de lo que desde entonces hemos visto confirmado, y numerosas concepciones que nos han atraído la crítica y el escarnio son sustentadas por él como naturales y evidentes. Así, por ejemplo, érale familiar el incomparable poder de los primeros vínculos afectivos de la criatura humana. En la dedicación del Fausto lo celebró con palabras que bien podríamos repetir, aplicándolas a todos nuestros análisis:
De nuevo os acercáis, vacilantes figuras
que os mostrasteis antaño a la turbia mirada.
¿Intentaré esta vez aferraros con fuerza?
Tal que una antigua y ya medio borrada leyenda,
vienen a mí el primer amor
y la primera amistad (*601).

De la más fuerte atracción amorosa que experimentó en su madurez, hizo examen de conciencia en la siguiente exclamación dirigida a la amada: «¡Sí, tú fuiste, en tiempos ya pasados, mi hermana o mi mujer!» Así, no negó que estas primeras inclinaciones imperecederas tomen por objetos a personas del propio círculo familiar.
El contenido de la vida onírica Goethe lo parafrasea con estas palabras tan expresivas:

Cuanto el hombre no es conocido
ni puede ser pensado,
por el laberinto de su entraña
vaga durante la noche.

Tras la sugestión de estos versos reconocemos la venerable e indiscutible definición de Aristóteles -soñar es proseguir nuestra actividad anímica mientras dormimos-, unida a la aceptación del inconsciente, que sólo el psicoanálisis agregó a dicha noción. Unicamente el enigma de la deformación onírica queda sin resolver. En Ifigenia, quizá su obra poética más sublime, Goethe nos muestra el conmovedor ejemplo de una expiación, del alma doliente liberándole del peso de la culpa, y hace que esta catarsis se lleve a cabo por medio de un apasionado despliegue afectivo, por la influencia benéfica de la compasión amorosa. El poeta mismo intentó repetidas veces administrar auxilio psíquico, como con aquel infeliz que en sus cartas llama «Kraft», con el profesor Plessing, del cual habla en La Campagne de Francia, y el procedimiento que para ello aplicó va mucho más allá de la confesión católica, coincidiendo en curiosos detalles con la técnica de nuestro psicoanálisis. Quisiera citar aquí, explícitamente, un ejemplo de influencia psicoterapéutica que el propio Goethe describe en broma; quizá sea poco conocido; pero no por ello es menos característico. De una carta a la señora von Stein (número 1444, del 5 de septiembre de 1785):
Ayer noche hice una prestidigitación psicológica. La Herder seguía de lo más hipocondríaca, irritándose por cuanta cosa desagradable le había ocurrido en Carlsbad. Especialmente por su compañera de residencia. Dejé que me lo contara y confesara todo, las perfidias ajenas y los errores propios, con las más insignificantes circunstancias y consecuencias, y al final la absolví, haciéndole comprender en broma que con la fórmula de la absolución todas esas cosas habían quedado eliminadas y sumidas en las profundidades del mar. Se divirtió mucho con todo eso y está realmente curada.

Goethe siempre estimó en mucho al Eros, nunca trató de disminuir su poderío, siguió sus manifestaciones primitivas o aun caprichosas con el mismo respeto que las altamente sublimadas, y según me parece, defendió su unidad esencial, a través de todas sus formas de manifestación, con la misma energía con que en su tiempo lo hizo Platón. Quizá sea algo más que una mera coincidencia si en sus Afinidades electivas aplica a la vida amorosa una idea perteneciente a los conceptos de la Química, relación ésta de la cual es también un testimonio el nombre mismo del psicoanálisis. A menudo se nos dice que nosotros, los analistas, hemos perdido todo derecho de invocar el patronazgo de Goethe, pues habríamos ofendido la veneración que le es debida al intentar aplicarle el psicoanálisis, degradando a ese gran hombre al papel de mero objeto de un estudio analítico. Mas yo niego, en principio, que ello signifique o pretenda ser una denigración. Todos los que veneramos a Goethe no por ello dejamos de aceptar sin mayor resistencia los esfuerzos de sus biógrafos, que pretenden reconstruir su existencia partiendo de las informaciones y las crónicas disponibles. Mas, ¿qué pueden ofrecemos esas biografías? Aun la mejor y más completa no alcanzaría a contestarnos las dos preguntas que consideramos las únicas dignas de ser conocidas.
No nos revelaría, en efecto, el enigma del milagroso talento que hace el artista, y no nos ayudaría a comprender mejor el valor y el efecto de sus obras. No obstante, es indudable que tal biografía cumple para nosotros una profunda necesidad, como lo advertimos claramente cuando la deficiencia de la tradición histórica impide satisfacerla: por ejemplo, en el caso de Shakespeare. Nos resulta a todos evidentemente desagradable no saber todavía quién escribió realmente las comedias, las tragedias y los sonetos de Shakespeare: si en realidad fue el inculto hijo del pequeño burgués de Stratford, que alcanzó en Londres una modesta posición como actor, o si, en efecto, no fue más bien un aristócrata de alta alcurnia y de fina cultura, apasionadamente disoluto y más o menos degradado: Edward de Vere, decimoséptimo Earl de Oxford, lord gran chambelán hereditario de Inglaterra. ¿Cómo se justifica, empero, esta necesidad de conocer las circunstancias de la existencia de un hombre, una vez que sus obras han adquirido tal importancia para nosotros? Dícese, por lo general, que es la necesidad de acercárnoslo también humanamente. Así sea: trataríase entonces del anhelo de crear con tales seres vínculos afectivos que permitan equipararlos a los padres, maestros, modelos que hemos conocido personalmente o cuya influencia ya hemos experimentado, en la esperanza de que sus personalidades han de ser tan grandiosas y admirables como las obras que nos han legado.

Admitamos, con todo, que también interviene en ello otra motivación. La justificación del biógrafo implica asimismo una confesión. Cierto es que el biógrafo no pretende rebajar al héroe, sino aproximárnoslo, pero ello significa reducir la distancia que de él nos separa, o sea, que influye en el sentido de una disminución. Y es inevitable que al familiarizarnos con la vida de un gran hombre nos enteremos también de circunstancias en las cuales realmente no se portó mejor que nosotros, en las que, en efecto, se nos aproxima humanamente. No obstante, creo que debemos considerar legítimas las aspiraciones de la biografía. Nuestra actitud para con los padres y maestros es, sin remedio, ambivalente, pues la veneración que por ellos sentimos encubre siempre un componente de hostil rebeldía. He aquí una fatalidad psicológica que no es posible modificar sin suprimir violentamente la verdad y que por fuerza debe extenderse también a nuestra relación con aquellos grandes hombres cuya existencia pretendemos estudiar. Si el psicoanálisis se pone al servicio de la biografía, tiene evidentemente el derecho de no ser tratado con mayor dureza que ésta misma. El psicoanálisis bien puede suministrar indicios que no es posible alcanzar por otros caminos, revelando así nuevas tramas en el magistral tejido que se extiende entre las disposiciones instintivas, las vivencias y las obras de un artista. Dado que una de las funciones cardinales de nuestro pensar es la de asimilar psíquicamente los temas que le ofrece el mundo exterior, creo que habría que agradecer al psicoanálisis si, aplicado a un gran hombre, contribuye a la comprensión de sus grandes obras. Mas me apresuro a confesar que en el caso de Goethe todavía no hemos avanzado mucho en este sentido. Ello se debe a que Goethe no sólo fue, como poeta, un gran confesante, sino también, a pesar de abundantes anotaciones autobiográficas, un celoso encubridor. No podemos menos de invocar aquí las palabras de Mefistófeles:
Aun lo mejor que logres saber,
a los chiquillos no se lo puedes decir.



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